A veces, en las tardes de invierno, cuando los días son cortos y hace frío fuera, me siento en un rincón de casa, sola, en la oscuridad, y me quedo en silencio.

Entonces, consigo llegar a un espacio en mi interior lleno de intuiciones y emociones muy profundas como la compasión. Compasión hacia el dolor propio y ajeno.

En otras ocasiones descubro  miedo; un miedo como las raíces de los árboles buscando el núcleo de la tierra, miedo a ser, y me permito atravesarlo,explorarlo, para finalmente liberarlo. Mis lágrimas lo diluyen y por fin, lo acepto como inherente a la condición de humana que mi esencia ha  escogido.

Después, me atrevo a mirar de frente la sensación de vacío que queda,  y, siento  que es como la semilla latente que permanece en el interior de la tierra, esperando el mejor momento, la primavera, para desarrollar su máximo potencial de vida.

Si además, esto ocurre cuando llueve, surge en mi mente el recuerdo de  aquella frase que solía repetir mi abuela, “nada bajo el cielo es más blando y suave que el agua, pero cuando ataca las cosas duras y resistentes ninguna de ellas puede superarla” .En la vida no hay que resistir ni estructurar demasiado, si no que en la flexibilidad, aceptación, humildad y versatilidad está la fortaleza.